No soy masoca. Nunca lo he sido. No me gusta que me hagan daño ni sufrir, me asusta. Y a pesar de todo, una vez más, todos los esquemas mentales que sustentan la solidez de mis límites van cayendo. Se desmoronan ante la realidad, muy diferente de cualquier idea preconcebida. Y de repente, sigue sin gustarme sufrir dolor, pero descubro en él un instrumento de sometimiento que jamás había experimentado, que de alguna manera genera un extraño estado de satisfacción, que no etiquetaría como “placer”, pero que se acerca mucho.
El primer momento es el de la exposición total; atado, con las extremidades fuertemente sujetas y sin escapatoria posible, se produce esa comunicación tan intensa con el Amo en forma de declaración de intenciones. “Confío en Usted, me pongo en sus manos, me abandono, me entrego, soy suyo”. Un diálogo sencillo, directo, sin posibilidad de leerse entre líneas ni dejar nada a la interpretación. Estás indefenso, y dependes completamente de la persona que ahora controla la situación. En esos primeros instantes aún no forcejeas, porque cada milímetro de cuerda o cuero que sujetan tu cuerpo te provoca un estado mayor de tranquilidad. Cuanto más pierdes la capacidad de decidir, entregada por completo a esa persona en la que confías ciegamente, más sencillo es dedicar el cien por cien de tus sentidos a sentir, a respirar, a notar tu piel en contacto con la cuerda, en contacto con Él. No tienes que pensar, no tienes que elegir; ya lo has hecho, y ahora solo debes dejarte guiar mientras decide qué pasará contigo durante las siguientes horas. Sabes también que no estarás solo, y que a pesar de tu estado de indefensión total estás protegido, a salvo, en buenas manos. Las mejores.
El primer golpe es intenso, por inesperado. Suena como una señal de alarma que de repente lo hace todo más real. Porque duele, porque no puedes evitarlo, porque sabes que después vendrá más, y sospechas además que no hay forma de pararlo ya. Y así es. Después de uno viene otro, y luego pequeñas descargas pellizcan con fuerza diferentes partes de tu cuerpo, primero más separadas en el tiempo, luego más continuas. Llegas a preguntarte por qué has pedido eso, por qué te has metido en ese follón, “¿quién me mandaría?”. El dolor te hace forcejear cada vez con más intensidad. El forcejeo no es un juego, no es postura. Realmente te retuerces buscando escapatoria. Duele, duele y da miedo que duela más, que dure más, que no pare. Te retuerces buscando alivio, gritas, sudas, jadeas, intentas que tu respiración te ayude, y repasas mentalmente cualquier cosa que hayas podido leer sobre como mitigarlo, como hacerlo más llevadero.
Y entonces ocurre. Le buscas con la mirada, aún respirando con fuerza, como queriendo suplicarle algo, que ni siquiera tú sabes que es. Le buscas en busca de ayuda, y sientes mil cosas al mismo tiempo. Te duele, quieres que pare, pero también que siga. No quiero decepcionarle, no quiero ser uno más; quiero que esté orgulloso, estar a la altura, “no te rindas, joder”. Y el Amo te mira, te calma, te alivia. Es quien te causa todo ese dolor, pero también el único que puede aliviarlo, y el que le da sentido. En ese preciso instante encontré buena parte de lo que estaba buscando. Me hice pequeño, inmensamente pequeño, cansado, dolorido, indefenso y asustado, y a la vez, más seguro y protegido que nunca en sus manos. Me sentí más convencido que nunca de que quiero que apriete la cuerda y no me suelte pase lo que pase. En ese momento un trago de su meada es un regalo, lo que jamás pensaste que pudiera ser, porque llega como tiene que llegar, en el momento justo, en el contexto perfecto, como siempre, como todo. Cuando te has roto sientes que tu mente le pertenece, tu cuerpo ya lo hacía, y el viaje es más real y más sincero, porque no le negarías nada. Es tanto lo que te ha dado, tanto lo que has descubierto, que solo deseas poder servirle y demostrarle que estás totalmente a sus pies, ¿dónde mejor?
La resaca del dolor es extraña. La notas en los puntos que más sufrieron, recuerdas lo difícil que llegó a ser en algún momento, y tienes la tentación de decirte a ti mismo que no volverás a pasar por ello. Sin embargo, en el fondo no puedes dejar de pensar en cada vez que dijiste “por favor, Señor” en lugar de “gracias, Señor”, y te imaginas haciéndolo mejor la próxima vez, porque contemplas la idea de que haya próxima vez. Es una locura, pero sonríes y lo aceptas porque una vez más, todo tiene sentido. El dolor abre otras puertas; es un camino difícil, seguramente más duro que ningún otro, pero que ha servido para descubrir un sentimiento genuino, para mostrarme más vulnerable y a la vez más fuerte, seguro, convencido, entregado y sumiso que nunca.
Sigo sin ser masoca. Sigue sin gustarme que me hagan daño porque sí, y me sigue asustando sufrir. No cambia nada de lo que soy o de lo que me define como sumiso y persona. Sin embargo sí que cambia el significado de cada cosa en su contexto. Cambia el resultado y la medida en que algo se convierte en instrumento de algo mucho mayor. Y eso no hace más que confirmarme que estoy en el buen camino, cada vez más cómodo en el lugar que me corresponde, aprendiendo, avanzando, y con ganas de más.
¿Repetiría? Si Él me lo pide, sin dudarlo.
P.D: Este relato ha sido escrito por X.
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La verdad que me siento bastante identificado. Yo tampoco soy masoca, pero he aprendido a disfrutar un poco del dolor, sobre todo por ese punto de entrega que tiene al amo.
ResponderEliminarClaro eso es un punto fundamental. Me alegro que te sientas identificado. Y gracias por comentar!
EliminarQue bien descrito.
ResponderEliminarA veces he pensado que una sesión de bdsm es como una meditación dirigida.
Te situa en el aquí y ahora. No hay más que presente. A los pies del Amo, dirigido por él y con un solo objetivo, su satisfacción.
Claro, de echo hay sesiones que se pueden hacer como meditaciones
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