“¿Sabes qué es esto?”, me dijo entonces sujetando para que lo viera de cerca lo que parecía un collar, con un mando a distancia. Lo cierto es que lo imaginaba, aunque no estaba muy seguro. Sin saberlo, descubriría algo que jamás pensé que querría experimentar. En contacto con la piel, y al presionar el botón del mando, aquel artilugio producía una descarga eléctrica, similar a un pellizco, fuerte. Imaginé – casi temí, que se colocaba en el cuello para castigar al esclavo o sumiso en caso de desobediencia, y aunque no me imaginaba en aquellas circunstancias desobedeciendo nada de lo que pudiera ordenarme, entendí también que el castigo del Amo no tenía que estar necesariamente justificado. Supe entonces, y no me equivocaba, que recibiría más de un pellizco de aquellos. Con otro artilugio similar, alargado, con dos cables al descubierto que al tocarse producían un sonoro chispazo, consiguió que los nervios y el miedo al dolor relajaran por un momento mi polla, completamente en guardia y babeando durante toda la sesión, para colocarme un cepo de castidad. Acercaba los cables a mi glande, como si fuera a provocar la descarga en él, y empecé a temblar, respirando cada vez más fuerte, preparándome para sentir la descarga, como queriendo hacer lo posible por amortiguar el resultado. Cuando por fin el miedo se encargó de relajar mi erección, después de contar hacia atrás desde 10 y en inglés (“Sabes algo de inglés”, me preguntó en voz baja, “Ay, si Usted supiera…”, pensé yo, contestando tímidamente que sí) , me puso el cepo y cerró el candado dejándome sin posibilidad de seguir empalmado. Mi polla no era lo importante, en absoluto; hay cosas mucho más importantes de las que ocuparse. Por ejemplo, la suya.
Creo que tardé un buen rato en verla, no recuerdo bien en qué momento lo hice, pero recuerdo desear metérmela en la boca. No como algo sexual, sino como una forma más de querer ofrecerle algo de mí, y sentirle además un poco más dentro, no solo mentalmente, sino también a nivel físico. La olí primero, empecé a lamerla después, dando gracias con cada beso que le daba por permitirme vivir aquel momento. “¿Arcadas? Eso se puede ejercitar”. Ni siquiera mi escasa resistencia a notar su polla en mi garganta parecía incomodarle o enfadarle. Al revés, parecía cada vez más encantado de saber más cosas, de ir descubriendo más y más detalles. Seguía explorando, experimentando, y yo cada vez notaba más libertad para actuar con naturalidad. “¿Qué te gustaría hacer ahora?”. No me atrevía a contestarle. Siempre me ha costado verbalizar mis deseos, y en aquella situación no tenía ningún sentido, pero me pudo la vergüenza. Había mil cosas en mi cabeza y no me salía ninguna. Empezó a apretarme los huevos con la mano y acercaba amenazante los cables eléctricos para hacer que hablara. Aún así, tardé en poder decir lo único que se me ocurría y podía decir en voz alta: que quería lamer todo su cuerpo. No mentía, de hecho. Realmente quería ser capaz yo de explorar su cuerpo de pies a cabeza, adorarle como se merecía por haber creado un entorno tan perfecto para mí.
Empezó a quitarse la ropa con la advertencia previa de “no te esperes un cuerpazo musculado… esperate el cuerpo de un hombre”, mientras dejaba al descubierto su torso, perfecto, masculino, proporcionado. Luego le ayudé a quitarse las botas, tirando fuerte de ellas, y el pantalón. Él pensará que lo digo por agradar, pero me fascina su cuerpo, su pecho, el tamaño de su polla, sus dientes, el pelo en sus piernas… Durante un rato miro y vuelvo a mirar buscando el fallo, algún defecto notable. Nada. Es el Amo perfecto, y además está hecho a medida. Me gusta su olor. En ese momento huele un poco a sudor, un olor intenso pero que no es desagradable. Al menos no me lo parece. Al contrario, lamo con ganas brazos y sobacos. Parece gustarle, y eso aún me hace esforzarme más. ¿Podría ir mejor? Sí. Aún queda lo mejor.
De todas las partes de su cuerpo, una llama mi atención especialmente desde el principio, y me encuentro por fin viviendo en primera persona uno de los sueños que más veces he recreado en mi cabeza. Agarro sus pies con las manos y puedo por fin pasar mi lengua por ellos. Estoy lamiendo sus pies, la planta, sus dedos, saboreo cada centímetro de ellos y siento una inmensa felicidad al hacerlo. Por primera vez no siento ninguna vergüenza al hacerlo, y reconocer abiertamente que lo estoy disfrutando, que me hace feliz sentir sus pies sobre mí, y que esa hermosa forma de humillación crea un vínculo que, lejos de hacer que me sienta degradado o menospreciado, me coloca en un lugar privilegiado. Entiendo entonces que debo trabajar en ello, porque es algo que nunca he conseguido desarrollar de forma natural, la capacidad de arrodillarme, de asumir mi posición, colocarme en una situación de humillación o sumisión activa sin sentir vergüenza o querer esconder la cabeza bajo tierra.
Y así, tumbado boca arriba con las piernas cruzadas, descansa ante mí desnudo, y me permite disfrutar cada centímetro de su cuerpo a placer. Lamo sus pies de nuevo, sus piernas, polla, huevos, culo, pecho, pezones, sobacos, cuello, boca… lamo sin descanso y no me cabe en el pecho ni en el rabo todo el agradecimiento que siento. Y le pregunto entonces, si hay algo que Él haría en ese momento, algo que no haya hecho y que le gustaría hacerme. Quiero romper el miedo que pueda sentir a ir deprisa o a romper algún límite, si es que lo tiene. Sé que es capaz de ir muy lejos, que le avala una experiencia de muchos años, pero también que es extremadamente cuidadoso, que valora cada detalle, y que lo más probable es que prefiera una relación duradera en el tiempo que una intensa que termine en trauma. De todas formas no quiero que se censure, aspiro a que poco a poco mi cuerpo y mente puedan pertenecerle de una forma genuina, duradera y coherente. De pie sobre mí, con mis manos a la espalda, le oigo decir que le gustaría follarme la mente, mearme… No puedo hacer otra cosa que sonreir, ante lo que presiento es solo el principio de un largo camino que voy a disfrutar, y en el que voy a aprender mucho.
“Venga, adentro”. La puerta de la jaula abierta era una vez más una invitación a meterme de lleno en otra de mis mayores fantasías desde hace años. Sentado en su interior, desnudo, con un collar de cuero al cuello, y mirando, extasiado, como el Amo cierra el candado que hará imposible que salga de ahí hasta que a Él le parezca. Compruebo que es sólida, agarro los barrotes, realmente no podría salir de allí aunque quisiera. Bromea con la idea de no dejarme salir más de allí… “ojalá”, pienso yo. Utiliza entonces unas esposas para atarme a los barrotes en un lateral de la jaula. Como nota mental, pienso que algún día le pediré que me las espose a la espalda, por detrás de los barrotes de la parte trasera. La jaula dispara mi imaginación, y se me vienen mil posibilidades para el futuro. Le veo entonces junto a la jaula, agarrándose la polla con una mano. Me ordena que coloque las manos debajo. Sigue sacudiendo mientras agarro y acaricio sus huevos. Sigue adelante y miro de cerca la punta de su polla deseando ver como se corre. Pienso en mil cosas, en que no quiero que esa tarde termine, y en como desearía que terminara corriéndose en mi boca. Por algún motivo solo puede pensar en tragarme su corrida, y no me quito esa idea de la cabeza hasta que finalmente, termina corriéndose, dejando caer parte de su lefa sobre mi mano y brazo. Lo único que quería era acercar la cabeza para llegar a limpiarlo con la boca. Sin embargo, no me había dicho que lo hiciera, ni se había corrido cerca de mi cara o boca, por lo que pensé que probablemente no quería que lo hiciera. Me pareció que sería faltarle al respeto, y me aguanté las ganas. Su mano agarró entonces mi polla, que yo no podía coger porque seguía esposado.
¿Y qué ocurriría después? Sabía que estaba a punto de correrme. Estaba esposado, dentro de una jaula, con un collar, en la habitación de un total desconocido. ¿Qué pasaría después del orgasmo? ¿Qué sentiría? ¿Querría salir corriendo? Disfruté de los momentos previos al orgasmo con el miedo de que todo se desvaneciera después de correrme, que de repente volviese la vergüenza y el miedo, que sintiese ganas de salir corriendo de nuevo y no volviera a verle más. Disfruté esos segundos con el miedo de que fueran los últimos, y sentí el estallido intenso de mi semen recorriendo la uretra como el colofón perfecto a dos de las mejores horas que podía recordar en años.
Mientras el Amo se preocupaba de limpiarnos con cuidado, de quitarme las esposas, y sacarme de la jaula sin hacerme daño, yo evaluaba mentalmente el resultado de todo aquello. Me sentía un poco aturdido, pero en lugar de vergüenza sentía una profunda sensación de gratitud. Fue el momento también de descubrir un concepto nuevo para mí, del que nunca había oído hablar, y que me daría mucho en qué pensar en el futuro, el aftercare. Imaginé por un momento mientras me lo explicaba como sería necesitar ese consuelo, ese cuidado, viniendo de la misma persona que te ha causado el dolor o el estado de ansiedad suficientes para necesitarlo. Y pasó por mi cabeza, casi de manera involuntaria, y sin atreverme a tomarme a mi mismo muy en serio por mera precaución, la idea de que algún día querría vivir esa experiencia.
De nuevo volví a contenerme un poco, porque lo que realmente me habría apetecido hacer era volver a arrodillarme y ponerme a sus pies, pero no me atreví. Sabía que era una asignatura pendiente, y me prometí en ese momento que algún día lo haría. Quería seguir allí, no tenía ganas de irme ni de ir a ningún sitio. Por fin podía vivir todos esos sentimientos y mostrarme tal cual soy. De nuevo un abrazo, de nuevo la misma exquisita educación y amabilidad. Por fin podía ser más libre que nunca, y salí de allí sonriendo, flotando, convencido de que aquella primera sesión solo había sido la primera de muchas.
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